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martes, 7 de junio de 2016
LA BRUJA reseña/opinion
Cuando, allá en 1976, el estreno de La profecía de Richard Donner mandó a los espectadores a casa a desempolvar la Biblia, el horror había abrazado ya la fe. Apenas tres años atrás, El exorcista se había convertido en un éxito de taquilla adoptando las estrategias que tan bien le habían funcionado al cine de explotación: no sólo se trataba de cine de género, sino que se regodeaba en los aspectos más sensacionales de un tema que más de uno habrá considerado blasfemo.
Por supuesto, Polanski había capturado ya en El bebé de Rosemary la alienación propia de las grandes ciudades, y esa paranoia que se deja sentir no sólo en la relación de Rosemary con sus vecinos, sino hasta con su propio cuerpo. En este sentido, a nadie debe sorprender la forma en que La bruja se las arregla ya no para actualizar estas inquietudes, propias del cine de terror, sino para mostrarnos qué poco hemos cambiado en siglos: cómo, a pesar de todos los avances, los hombres no hemos acabado de abandonar el espeso bosque de la superstición, del miedo a la oscuridad y de nuestras más irracionales y atávicas ansiedades.
Dirigida por Robert Eggers según su propio guión, la cinta da cuenta de una familia de puritanos que, excomulgados por su iglesia, deciden abandonar la comunidad para vivir en virtuoso aislamiento en las lindes del bosque, alejados de todo y todos; el año es 1630 y el lugar Massachusetts, poco antes de sus infames cacerías de brujas. Cuando en un descuido de la hija mayor, Thomasin, su pequeño hermano Samuel desaparece sin dejar rastro, la chica habrá de sufrir no sólo la mirada acusadora de su madre, sino además las sospechas de brujería que ella misma se ha empeñado en atizar como una broma para sus hermanos.
Es entonces que la de por sí frágil armonía familiar termina por resquebrajarse, dejando al desnudo las neurosis que merodean en los recovecos del hogar. Dice Stephen King –quien se confiesa aterrorizado por la cinta– que el horror como arte se manifiesta en esa habilidad para articular la relación entre los miedos en nuestras fantasías y los miedos reales; cuando el buen horror no tiene un subtexto político o social evidente, está ayudando a la audicencia a entender sus miedos más profundos gracias a la transgresión vicaria de un tabú. Aquí, será la tensión entre el despertar sexual de la protagonista –y la amenaza del incesto, manifiesta en la curiosidad de su hermano Caleb por el sexo opuesto, y en la rivalidad entre madre e hija– la que habrá de requerir ya no de actos de fe, sino de la expiación de las culpas.
La violencia con que se representa el drama es quizá sutil para los estándares del género, pero le presta a la cinta una profunda sensación de inquietud que encuentra réplica en su excelente factura: el arte, la fotografía –fantástica– y el diseño de audio alimentan ese sentimiento de abandono que, por lo demás, emparenta a la cinta ya no con el horror industrial de los 70, sino con filmes más recientes como The Babadook –otra siniestra invocación de la culpa– oEstá detrás de ti, representativa del minimalismo que caracteriza al cine de terror independiente en estos días, falto de pirotecnias pero pleno de terror genuino, del miedo primordial propio de un cuento de hadas.
Acostumbrado al efectismo de las Actividad paranormal o cualquier found footage, representantes de la producción industrial del género hoy día, el público ha abjurado de la cinta en los EU –y por las razones menos pensadas: allá el Templo Satánico le dio su apoyo público,algo inimaginable en los 70–. Sin embargo, la película es testimonio de la capacidad del género para perturbar, para encararnos con lo más incómodo de la condición humana… así como la promesa de su director, que seguro dará de qué hablar.
Esta es, de nuevo, una cuestión de fe.
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